La historia de Córdoba no solo la componen batallas heroicas, nacimientos de personajes importantes o convivencias pacíficas entre diferentes culturas. A su historia también se le añaden acontecimientos no tan prósperos y alegres de recordar. En este post vamos a hablar de una gran epidemia que afectó mucho a nuestra ciudad, tanto económica como demográficamente: la peste negra.
La peste negra, peste bubónica o muerte negra, fue una de las pandemias más devastadoras de la humanidad. Afectó a Europa en el siglo XIV aunque persistiría en el viejo continente al menos 400 años. Se calcula que murieron 25 millones de personas solo en Europa, teniendo unos efectos que influyeron en el desarrollo social, político y económico de la humanidad.
El origen de esta epidemia se instala en Asia, encontrando los primeros casos en el desierto de Gobi, extendiéndose posteriormente a China, India, Rusia y llegando a los puertos de Europa a través de las rutas comerciales a mediados del siglo XIV. La causante de la nombrada enfermedad fue una bacteria que se instala en roedores como ratas, ratones y jerbos y se va transmitiendo mediante las pulgas de dichos animales. Éstos se subían a los barcos de los comerciantes y cuando llegaban a puerto descendían, transmitiendo así la infección de una rata a otra y de la rata al hombre.
A Córdoba también llegó la peste negra en varias ocasiones, pero el brote que más afectó a la ciudad fue el de finales del siglo XVI. La ciudad contaba con unos 50.000 habitantes hacia 1580, descendiendo un siglo después de una manera impactante: 20.000 habitantes menos a finales del siglo XVII. La enfermedad se ensañó con una ciudad que estaba ya bastante castigada por los anteriores brotes. El área más afectada por la peste en la ciudad de Córdoba fue la Axerquía, donde se encontraba la población más humilde y, por ende, la que más dificultades tenía para acceder a la higiene. Sin embargo esto no quiere decir que en familias de alta alcurnia no llegara. Estas familias pagaban a médicos para que la enfermedad se mantuviera en secreto, ya que contagiarse era considerado un síntoma de miseria. En cualquier caso, la peste afectó a toda la población y muchas familias negaban la existencia de casos y enterraban a los muertos en los corrales de las casas. La causa era porque si se delataban, para evitar contagios, no había más solución que prender fuego a sus casas y a todas sus pertenencias. La peste avanzó rápido, favorecida por una ciudad en la que la limpieza de sus calles no era abundante y, además, el urbanismo cordobés de calles estrechas y poco ventiladas, también jugó a favor de su expansión.
A todo eso hay que sumarle que no había remedios para tratarla, por lo que el pueblo buscó consuelo en la religión, encomendándose a varios santos y sacando a la calle procesiones de rogativa con las que sólo lograron que la epidemia se contagiara más deprisa al mezclarse sanos e infectados en el mismo espacio. En ese momento nace la devoción a San Rafael, cuando el Padre Roelas afirmó que el Santo se le presentó en varias ocasiones afirmando ser él quien salvará la ciudad de la peste. Se cuenta que a partir de ese momento comenzó a descender el número de infectados.
Desde ese momento, la ciudad de Córdoba queda agradecida con San Rafael, teniéndolo siempre presente no solo en los famosos Triunfos, el estadio municipal, calles y plazas, sino también en su propio nombre, siendo el más común entre la población cordobesa. Como agradecimiento al protector de la ciudad, cada 24 de octubre se celebra una misa en la iglesia del Juramento de San Rafael en su honor y, al acabar, todos los cordobeses acuden juntos al campo a degustar y disfrutar de los conocidos peroles.